Las cosas que creo

Creo que creo las cosas que creo; o sea, creo que uno crea las cosas que cree. O las recrea, cuando cree en algo que alguien más creó. Y creyó, porque uno cree en las cosas que crea...

domingo, 5 de junio de 2011

Historias del Turkestán




                         HISTORIAS DEL TURKESTÁN



   Hubo una vez, en el Turkestán, un hombre llamado Tarik Alí. Tuvo este buen hombre doce hijos, todos los cuales llegaron a alcanzar gran fama y renombre en los cuatro confines del Turkestán. Hay quienes sostienen que incluso más allá, lo cual no le consta al autor de estas páginas; pero lo que sí le consta, y es su propósito narrar, es como los doce murieron en el mismo año, en extrañas y trágicas circunstancias; y las funestas consecuencias que de ello se derivaron.


He aquí los hechos:


   El primero, Abdallah el Piadoso, glorificaba al Dios y a Sus profetas. Un día decidió dejar de tomar alimentos impuros, y alimentarse sólo de rosas. Enfermó, y murió.
   El segundo, Zoltan el Valiente, brilló en mil batallas. Un día apeóse de su cabalgadura para cortar una rosa. El enemigo, que acechaba, sorprendióle y dióle muerte.
   El tercero, Ibrahim el Sabio, estudioso de los antiguos textos. Un día, mientras estudiaba un tratado de botánica, cayó muerto sobre la página que describía la rosa.
   El cuarto, Karim el Bello, rivalizaba en belleza con el Sol y la Luna. Un día encontróse un mágico espejo; preguntóle quien era la criatura más bella, y el espejo le mostró una rosa. Murió de pena.
   El quinto, Raisulí el Poeta, ensalzaba al Supremo y cantaba a la vida. Un día quiso describir una rosa, o tal vez escribir un poema que fuera como una rosa. No pudo hallar las palabras. Murió de frustración.
   El sexto, Ben-Omar el Sagaz, astuto y codicioso; comerciaba con rosas. Un día quiso cobrar más de lo justo a un poderoso jeque. Murió empalado.
   El séptimo, Salaam el Ingenuo, manso como un cordero, e igual de listo. Un día cambió todos sus camellos y sus ovejas por una rosa que le dijeron mágica. Su esposa lo envenenó.
   El octavo, Alí el Osado, no retrocedía ante nadie. Un día escaló la torre del palacio, donde en lo alto tenía sus aposentos la hija del Califa, llevando una rosa entre los dientes. La cimitarra del eunuco segó su vida no bien puso un pie en el alféizar de la ventana.
   El noveno, Zulfiqar el Módico, parco en dones, mas siempre de buen talante. Un día murió mientras dormía. Sus sábanas eran color de rosa.
   El décimo, Mustafá el Incauto, siempre desoía los consejos de sus mayores. Un día le dijeron que beber té de rosas en demasía podía causar la muerte, mas hizo caso omiso. Bebió, bebió, y murió.
   El undécimo, Hassan el Sucio, ofendía con su hedor y emulaba a las bestias. Un día se pinchó con una rosa en su pie derecho. La herida se infectó, y murió.
   El duodécimo, Abdul el Cretino, azote y desgracia de las buenas gentes. Un día murió asesinado como el perro que era. Junto a su cuerpo, se encontró una rosa.


   De todos estos infaustos sucesos, las buenas gentes del Turkestán dedujeron que las rosas eran malas, y promulgaron leyes, edictos, decretos y ordenanzas que penaban severamente – incluso con el destierro, o la muerte – la tenencia, el consumo y la venta de rosas.
Por supuesto, se equivocaban, como siempre les ocurre a los hombres cuando generalizan; y, más aún, cuando – en su infinita ignorancia – se atreven a juzgar.

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