Las cosas que creo

Creo que creo las cosas que creo; o sea, creo que uno crea las cosas que cree. O las recrea, cuando cree en algo que alguien más creó. Y creyó, porque uno cree en las cosas que crea...

jueves, 8 de marzo de 2012


 
         DIVINIDADES
             PAGANAS

                           Atenea

 Todas las diosas son la Diosa. La triple Diosa, la Diosa Blanca: la Luna. La Luna, en las primigenias cosmogonías, no sólo era la madre del Sol, sino que era ella quien regía el calendario, y la Madre de todas las Aguas.
  El número 2 conviene a los hombres; el 3 es divino. Tres fases tenía la Luna: nueva, llena y menguante; en tres se dividía el año: Primavera, Verano y Otoño-Invierno; y tres eran los aspectos de la Diosa: Doncella, Ninfa y Vieja. El nombre Atenea es probablemente una transliteración de la diosa sumeria Anatha: Reina del Cielo.
   La transición del matriarcado al patriarcado no fue en todas partes igual. En el caso de Atenea, suprimieron sus funciones como Ninfa, como diosa orgiástica, y quedó su imagen de Doncella guerrera, aunque con las atribuciones de la Vieja: la Sabiduría y el patronazgo de las Artes.
   Pintoresca manera tenían los griegos de contar esto: Zeus sedujo a la titánide Metis, regente del planeta Mercurio, y, por tanto, de todos los conocimientos y la sabiduría. Un oráculo predijo que concebiría una niña, pero predijo también que si volvía a concebir, daría a luz un hijo cuyo destino sería destronar a Zeus. Convenció Zeus entonces a Metis para que se acostara sobre un lecho, abrió la boca de repente y se la tragó. Tiempo después, caminando por la orilla del lago Tritón, una terrible migraña se apoderó de él: sentía que le iba a estallar la cabeza, y sus gritos de rabia y dolor retumbaban en todo el firmamento. Suplicó a Hefestos, el herrero de los dioses, que le abriera la cabeza de un hachazo. Éste así lo hizo, y del cráneo de Zeus salió Atenea, totalmente armada, dando un potente grito.
   Así fue suprimida la Diosa como Ninfa, la prerrogativa femenina de la Sabiduría, y su peligrosa costumbre de matar y despedazar (y a veces comerse) a los reyes sagrados.
   Siguió rindiéndosele culto a Atenea, pero como obediente hija de Zeus.
   Aunque… “Atenea inventó la flauta, la trompeta, objetos de alfarería, el arado, el rastrillo, la yunta de bueyes, la silla de montar, el carro y el barco. Fue la primera en enseñar la ciencia de los números y todas las artes femeninas, tales como cocinar, tejer e hilar. Aunque era una diosa de la guerra, no obtiene placer de la batalla, como lo hacen Ares y Eris, sino que prefiere zanjar las disputas y hacer valer la ley por medios pacíficos. No lleva armas en tiempos de paz, y, si alguna vez las necesita, suele tomarlas de Zeus. Su misericordia es grande: cuando los votos de los jueces quedan igualados en un juicio en el Aerópago, siempre da su voto decisivo para dejar en libertad al acusado. Pero, una vez que entra en batalla, nunca pierde, incluso contra el mismísimo Ares, pues domina la estrategia y la táctica mejor que él, y los mejores estrategas acuden a ella en busca de asesoramiento”.
   Los patriarcados se impusieron, las mujeres y las diosas fueron relegadas, y Zeus conquistó la corona de la Sabiduría para el género masculino. Pero siguió venerándose a Atenea, porque más que la Diosa de la Inteligencia o de la Guerra, era la Diosa del Sentido Común, algo por lo que los dioses o los hombres nunca nos hemos caracterizado.
                          

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Apologies?

   Ok, no pienso extenderme en mis cuelgues de por qué no publico nada acá desde julio ni por qué no publico nada nuevo, en vez de seguir apelando a mis archivos. Baste decir que hace rato que tenía ganas de poner acá mis primeros granitos de arena de un ambicioso proyecto concebido hace ya tiempo, pero (como de costumbre) ya también hace tiempo discontinuado... 
   Cuando hacía Cuentos Paganos en vivo, pensé en hacer algo para que los asistentes al show que ya tuvieran o no quisieran mi librito no se fueran con las manos vacías. Y se me ocurrió esta idea de una enciclopedia en fascículos coleccionables. O algo así. ¿El tema? Divinidades paganas, que ahí hay para entretenerse un rato. Y bueno, esta pequeña enciclopedia no pretende ser exhaustiva ni mostrar despliegues de erudición, sino más bien intentar acercamientos más o menos originales a distintas deidades que me caigan más o menos simpáticas. Empiezo por uno de mis favoritos, mi querido Epimeteo... Espero que les guste.

martes, 1 de noviembre de 2011

 


   DIVINIDADES
       PAGANAS                   


         
      Epimeteo







  El pensamiento binario viene de lejos. Dividir en dos parece ser una cualidad adquirida hace mucho, mucho tiempo. Los griegos en su época mítica solían tener dos reyes sagrados. Que eran sacrificados de acuerdo con el Sol. Uno en el solsticio de invierno, y otro en el de verano. Navidad y San Juan; los Predicadores de la Muerte nunca inventaron nada, vampiros nomás.



   Los héroes y dioses griegos, como corresponde, solían venir de a dos. Todos conoceremos a Prometeo, el creador del hombre, aquel que robó el fuego de los dioses para darlo a los hombres, y que tuvo que sufrir eternidades encadenado al monte Cáucaso, con un buitre voraz devorando su hígado, que volvía a regenerarse cada día para volver a ser devorado… 



     Pero Prometeo tenía un hermano: Epimeteo. “Previsión”, significa Prometeo; y la otra cara, dualismo fundamental, Epimeteo: “segunda idea”, o “el que reflexiona tarde”. 




   Estando Prometeo encadenado, por un par de jugarretas que perturbaron al irascible Zeus, Epimeteo seguía su vida como podía, aleccionado – eso sí – por su previsor hermano para no aceptar ningún regalo que proviniera de los quisquillosos Olímpicos.
Pero nadie (y ése es el pecado por el que pagó Prometeo) puede superar en astucia al Rey de los Dioses. Zeus hizo a Epimeteo una oferta que no podía rehusar: una mujer.  Zeus el Cronión creó a Pandora, “la dadora de todo”, “todos los dones”. Femineidad en estado puro y absoluto, deslumbrante belleza derramándose sobre la Tierra en primavera.  



          Epimeteo estaba perdido.



     Intentó excusarse, pero nada podía hacer. Aceptó gozoso a Pandora, y, ¡ay!, su nombre ya lo dice, reflexionó tarde. El regalo tenía trampa, por supuesto. Llevaba la bella Pandora consigo una caja – o más bien un ánfora – en donde – con gran esfuerzo – estaban encerrados todos los males que podían infestar a la raza humana: la Vejez, el Trabajo, la Enfermedad, la Locura, el Vicio, la Pasión, y compañía. Tal vez Pandora, tal vez Epimeteo… tal vez Eva, tal vez Adán… El ánfora fue abierta, y los Males se esparcieron por el mundo…



   Quedó en la caja la Esperanza. Mas distinto concepto tenían los griegos de la Esperanza. Ilusionista falaz, capaz de engañarnos y prometernos toda suerte de futuros inverosímilmente maravillosos…
   El mundo jamás volvió a ser el mismo, por causa de Epimeteo, “el que reflexiona tarde”. Los Males hicieron presa del hombre, alejándolo definitivamente de los dioses…





   Pero Epimeteo se casó con Pandora. Y vivieron muchos años en la Tierra. Y fueron más o menos felices.                                                             

sábado, 9 de julio de 2011

Revolución




                                        Revolución

   ¿Tienen las cosas realmente un principio?, ¿tienen las cosas realmente un final? No lo sé, no lo creo. Todo da vueltas todo el tiempo. Vueltas revueltas, revoluciones. Se empieza por donde se puede.
   Empecemos ahora por lo más pequeño que conocemos: los átomos. Electrones dando vueltas y vueltas alrededor de un núcleo, que vaya uno a saber si no da vueltas también, porque además de protones y neutrones, se supone que hay partículas sub-atómicas: quarks, plancks, qué sé yo.
   Átomos. Todo está formado por átomos. Nosotros, básicamente, somos una masa de átomos apelotonados. Que se la pasan dando vueltitas. Y hace unos cuantos siglos que sabemos que estamos en un planeta que da vueltas. Alrededor de una estrella que también da vueltas, en una galaxia que da vueltas. ¡Y que encima tiene forma de espiral!
   ¿Por qué entonces vivimos convencidos de que la línea recta es el camino más corto entre dos puntos? Vale, tal vez sea el más corto, pero eso no implica que sea el mejor. El querer ir en línea recta es un error, nuestro error. La dialéctica, por ejemplo, base de nuestro conocimiento. El lenguaje, también; sistemas binarios. Aplastantes por su misma naturaleza. Sí o no, blanco o negro; se mata algo para favorecer otra cosa. Se pierde lo que demasiado simplistamente llamamos “matices”. Y así se avanza, escalón a escalón. Y se avanza vertiginosamente, en línea recta; ¿pero? La línea recta se pierde en la lejanía...
   Dando vueltas no sólo se revoluciona, también se evoluciona. El círculo perfecto, el eterno retorno, no existe. Lo perfecto no existe. Ya lo dije antes: lo único “perfecto”, “eterno”, inmutable”, sería el no-ser, la nada. Pero, justamente, la “nada” no existe. Existir es cambiar, transformarse todo el tiempo. Nunca nos bañamos dos veces en el mismo río. Creer en la “perfección” ha sido siempre nuestra gran “imperfección”. Lo que nos separó de los animales y de las demás cosas. En algún momento cometimos el pecado original: pensar. Pensar de la manera en que solemos pensar. El Bien y el Mal... ¿qué está bien?, ¿qué está mal? ¡Adelante, siempre adelante!; ¿qué es adelante?, ¿qué es atrás?; ¿qué es arriba?, ¿qué es abajo? Abstracciones, que tienden a encasillarnos, a guardarnos en pequeñas cajitas conceptuales, cajitas de nada...
   Asumamos el hecho de que somos masas apelotonadas y revueltas de átomos en una bola de tierra dando vueltas por el espacio; que no está vacío, también son átomos que dan vueltas... y vueltas...
   Aunque... somos masas de átomos curiosas, la verdad. Bueno, todo es curioso si se mira bien. Pero nosotros tenemos lo que llamamos “conciencia”: esa capacidad de abstracción que nos permite incluso vernos a nosotros mismos como “desde fuera”. Y aunque dije antes que nuestras abstracciones tienden a encasillarnos, también es verdad que nuestra capacidad de abstracción es la que nos ha hecho libres. Para bien o para mal, si uno quisiera encasillarse. Para mí, lo que nos da esta libertad es el poder de crear. Poder tan apabullante, que hemos tenido que crear dioses a nuestra imagen y semejanza, para poder delegar en ellos todas las responsabilidades que la creación conlleva. Crear no es sacar cosas de la nada, porque – ya lo dije, aunque lo puedo decir otra vez – la nada no existe. Crear es transformar, modificar, recombinar... Y ése es nuestro privilegio, nuestra responsabilidad, nuestra función. Bueno, bien podría ser que los animales también lo compartieran; pero, en cualquier caso, se lo guardan bastante para ellos. Nosotros, no; el planeta está en nuestras manos. Más aún, la “realidad” está en nuestras manos. Siempre podemos modificarla, transformarla... Pero no es cuestión de avanzar; es... agrandarse... expandirse... elípticamente... dando vueltas... siempre cambiando... Y, en lo posible, para el lado que mejor convenga. ¿Cuál es? Interesante pregunta... El que hay que hacer: Revolución.
                                                                                (signos de admiración optativos)

martes, 5 de julio de 2011

Hacía frío...

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   Y esa es una de las tantas razones por las que no he escrito mucho últimamente. El frío, digo. Pero, bueno, ahora que se me apagó la estufa en esta gélida noche, me vino esto a la cabeza... Para leer en la pantalla es un poco largo, pero está bien para escuchar abrigaditos... preferentemente junto al fuego...




                                              Historias del Ártico
    “Ennui, el cazador y el narval prodigioso”, o “Los tres deseos”


   Hacía frío. Ennui, el cazador, se despertó y miró por la ventana de su iglú. Era de día, desde hacía por lo menos tres... o cuatro meses. Un poco desganadamente, se levantó de su confortable lecho de pieles de foca, se frotó enérgicamente la cara con aceite de foca (frío), bebió una taza de caldo de foca (frío), comió una tajada de hígado de foca (frío), se lavó los dientes con grasa de foca (fría), y se perfumó con orín de foca (tibio). Se calzó sus botas de cuero de foca, se colgó al cuello su preciado amuleto de dientes de foca, se echó encima su grueso abrigo de piel de foca, cogió su morral de cuero de foca (convenientemente relleno de suculentos trozos de carne de foca) y su afilado arpón de hueso de foca, y salió. Necesitaba cazar más focas.
   Hacía frío. Ennui sabía que le aguardaba una larga caminata, hacía tiempo que no había focas en los alrededores. Caminó varias horas, o, más bien, varios kilómetros, porque, ¿de qué sirven las horas cuando el Sol está siempre quieto? Caminó y caminó hasta llegar por fin a donde la inmensa blancura se detenía: la orilla del mar. Sacó de su morral un suculento trozo de carne de foca y se sentó a comer junto al escarpado borde de hielo, que se elevaba un par de metros sobre el nivel del mar, arpón en mano y mirada vigilante. Hacía frío.
   Iba apenas por la mitad de su suculento trozo de carne de foca (que estaba duro, porque estaba muy frío) cuando vio pasar nadando muy cerca suyo, apenas bajo la superficie, un hermoso narval. El fantástico unicornio marino, venerado y a la vez temido desde siempre por los hombres del Ártico. Vinieron a su mente infinidad de cuentos, leyendas y habladurías de viejas o de pescadores sobre el viejo tabú que representaba cazar un narval. Pero su mano derecha se cerraba sobre su afilado arpón de hueso de foca, dejándose poco a poco seducir por la tentadora posibilidad, que hallábase prácticamente al alcance de su mano, de poder llevarse, por primera vez en mucho, mucho tiempo, algo a la boca que no estuviera en modo alguno relacionado con una foca. Se puso en pie de un salto, dejando caer su ya no tan suculento trozo de carne de foca, y apuntó al narval con su arpón. Mas el narval, que había estado atisbando por el rabillo del ojo, resolvió adelantársele, y, sacando su cabeza fuera del agua, le habló:

-          Ennui, el cazador, ¿qué estás por hacer?
-          Estoy dejándome poco a poco seducir por la tentadora posibilidad, que hállase prácticamente al alcance de mi mano, de poder llevarme, por primera vez en mucho, mucho tiempo, algo a la boca que no esté en modo alguno relacionado con una foca. – respondió Ennui.
-          Ya veo – dijo socarronamente el narval. – Aunque no tan poco a poco, me parece – añadió, notando que Ennui hallábase ya en posición de tiro. - ¡Detente, insensato!, y escucha lo que tengo para decirte.
-          Te escucho, narval – dijo Ennui, sin bajar el arpón – Pero procura ser breve; hace frío.
-          Tu insolencia no tiene límites, cazador. Evidentemente, nunca has tenido trato alguno con un cetáceo, pero... ¿nunca te han contado nada acerca del singular cetáceo unicorne, príncipe de las gélidas aguas polares?; ¿no conoces nuestros admirables poderes?; ¿por qué crees tú que los hombres del norte nos han respetado y venerado desde siempre? Sería conveniente para ti que recordaras que estás hablando con un narval.
-          Y sería conveniente para ti que recordaras que te estoy apuntando con mi afilado arpón de hueso de foca, ¿no te parece, príncipe de las gélidas aguas polares?
-          Lo recuerdo, cazador; es la única razón por la que te estoy dirigiendo la palabra.
-          ¡Habla de una vez, entonces!, gritó Ennui, tomando impulso para arrojar el arpón.
-          Poseo mágicos poderes; baja ese arpón y te concederé tres deseos. – replicó tranquilamente el narval.
-          ¿Ah, sí?, ¿de veras? Pues entonces quisiera... comer algo que no fuera foca – dijo Ennui, con una sonrisa de descreimiento
-          Sea – dijo el narval. Y con un rápido movimiento de su cuerno, hizo aparecer ante Ennui una mesa surtida con los más exquisitos manjares. – Baja ese arpón – añadió. Innecesariamente, claro, porque el cazador, completamente olvidado del narval, y hasta se diría que de sí mismo, se abalanzó vorazmente sobre la mesa. Comió hasta hartarse, y cuando terminó, vio al narval que lo miraba con una sonrisa de suficiencia.
-          ¿Ha estado bien? – preguntó el narval – Aún te quedan dos deseos.
-          En verdad eres prodigioso – dijo Ennui, acariciándose la barriga - ¿Puedes hacer que deje de hacer frío?
-          Puedo. – respondió el narval. Y con un rápido movimiento de su cuerno, hizo que el Sol ascendiera raudamente hasta el cenit, brillando de una manera que Ennui jamás hubiera podido imaginar.
-          ¡Admirable! – exclamó Ennui, despojándose de sus pieles de foca - ¿Puedes hacer cualquier cosa que te pida, verdad?
-          Verdad. – contestó el narval – Cualquier cosa. Te queda un deseo, piénsalo bien.

   Y Ennui así lo hizo: se sentó, tomó un puñado de nieve, lo puso a la altura de sus ojos, contempló como se derretía bajo el ardiente Sol, miró al narval y le dijo:

-          Quiero que me concedas... ¡tres deseos más!
   Aquello no pareció simpatizarle al narval, pero hizo un rápido movimiento con su cuerno, y dijo:
-          Sea.
-          Bien – dijo Ennui, sonriendo – Quiero una mujer: la más bella del mundo.
-          Sea,– dijo el narval – la más bella. – Y con un rápido movimiento de su cuerno, hizo aparecer ante Ennui la mujer más bella del mundo, completamente desnuda, comiendo una manzana.

   Grandes esfuerzos tuvo que hacer el pobre Ennui para mantenerse en pie, y cuando, al cabo de quince minutos, al fin recuperó el habla, miró al narval y le dijo:

-          Ahora quiero... ¡que te vayas! Ya te llamaré cuando haya pensado mi último deseo.
-          Sea. – dijo el narval, y tras un rápido movimiento de su cuerno, se sumergió bajo las aguas.

   Días pasaron antes de que Ennui volviera a llamar al narval (o no, porque el Sol seguía estacionado brillando en el cenit).

-          Te queda un deseo – dijo el narval - ¿Ya lo has pensado?
-          Sí. – respondió Ennui. – Quiero que me concedas... ¡tres deseos más!
-          Sea. – dijo el narval, tras un tenso momento de silencio - ¿Qué quieres?
-          Quiero que me construyas una grande y espaciosa casa, con todas las comodidades imaginables.
-          Sea, - dijo el narval – grande y espaciosa. Y con un rápido movimiento de su cuerno, hizo aparecer tras de Ennui un suntuoso palacio, provisto de todo lo necesario y accesorio para una vida de incalculable lujo.
-          ¡Oh! – exclamó Ennui – Muy bien. Ahora quiero... ¡que te vayas! Ya te llamaré cuando haya pensado mi último deseo.
-          Sea. – dijo el narval. Y tras un rápido movimiento de su cuerno, se sumergió bajo las aguas.

   Pasada una semana (aproximadamente) volvió Ennui a llamar al narval.

-          Te queda un deseo – dijo el narval - ¿Ya lo has pensado?
-          Sí – respondió Ennui – Quiero que me concedas... ¡tres deseos más!
-          Sea. – musitó el narval, mientras su ojo derecho guiñaba incontroladamente - ¿Qué más quieres?
-          Quiero... que por cada día haya una noche, así calculo que podré dormir mejor – dijo Ennui, bostezando.
-          Sea, - dijo el narval – día y noche. Y con un rápido movimiento de su cuerno, hizo que el carro del Sol echara nuevamente a rodar por el firmamento.
-          Mucho mejor. –dijo Ennui, deteniéndose a oler una flor, ya que ahora, derretida la nieve, éstas crecían por doquier. Deshojando una margarita, miró al narval y le dijo:
-          Ahora quiero... ¡que te vayas! Ya te llamaré cuando haya pensado mi último deseo.
-          Sea. – dijo el narval. Y tras un rápido movimiento de su cuerno, se sumergió bajo las aguas.

   Tiempo después, volvió el ex-cazador a llamar al narval.

-          Te queda un deseo – masculló entre dientes el narval - ¿Ya lo has pensado?
-          Sí – respondió Ennui – Quiero que me concedas... ¡tres deseos más!
-          Sea – dijo el narval – y el rechinar de sus dientes podía oírse a varios kilómetros de distancia. - ¡¿Qué quieres?!
-          Siempre he querido volar – dijo Ennui, mirando al cielo – Como un pájaro...
-          Sea, – dijo el narval – como un pájaro. – Y con un rápido movimiento de su cuerno, hizo que a Ennui le salieran en la espalda dos espléndidas alas.
-          ¡Fantástico! – exclamó Ennui, batiendo sus alas, y elevándose así un par de metros del suelo. – Ahora quiero... ¡que te vayas! Ya te llamaré cuando haya pensado mi último deseo.
-          Sea. – dijo el narval. Y tras un rápido movimiento de su cuerno, se sumergió bajo las aguas.


   Así estuvo Ennui satisfaciendo sus cada vez más excéntricos caprichos y requiriendo la concesión de nuevos deseos durante todo un año, abusando así de la buena fe y la paciencia del mágico narval. Había llegado a ser rey del mundo; poseía incontables riquezas, vasallos y mujeres; y era respetado, admirado y temido por todos sus súbditos.
   Un atardecer de primavera (porque ahora siempre era primavera) se subió a su carruaje de oro puro, tirado por doce caballos dorados que resoplaban fuego, y se dirigió a orillas del mar, a llamar al narval para que le concediera otra vez más su “último” deseo.

-          Te queda un deseo – dijo el narval, con una mirada terrible - ¿Ya lo has pensado?
-          Sí – respondió Ennui, aburrido, sin reparar en el semblante del narval – Quiero que me concedas...

   Y no pudo terminar su frase, porque el narval saltó bruscamente fuera del agua, y con un rápido movimiento de su cuerno, lo ensartó en las tripas.
-          ¡No! –gritó Ennui, cayendo de rodillas con las manos en el vientre - ¡No quiero morir!
-          Sea – dijo el narval con una sonrisa de oreja a oreja (figuradamente, claro, porque los narvales no tienen orejas) – Te concedo tu último deseo: no morirás... ¡¡¡nunca!!! – gritó, trazando escalofriantes figuras en el aire con rápidos movimientos de su cuerno. – Y debo añadir, - prosiguió – que tu herida tampoco cerrará nunca,¡y nunca cesará el dolor! Terrible ha sido tu ofensa al abusar de mi buena fe y de mis mágicos poderes, que están destinados a otros fines que tú nunca comprenderías. Y terrible será tu castigo: vivirás, Ennui, malvivirás, en perpetua agonía, incapaz de desplazarte, o de comer, o de beber. A lo sumo, ¡podrás retorcerte de dolor! Así que... imagino que ya no necesitarás nada de todo esto... – dijo sonriendo. Y con un rápido movimiento de su cuerno, hizo desaparecer todas las posesiones y caprichos de Ennui.
-          Adiós, Ennui. – añadió; y se sumergió bajo las aguas, dejando a Ennui malherido sobre el hielo que había cubierto nuevamente la superficie, condenado a sufrir por toda la eternidad.

                                                  Y hacía frío.
   

domingo, 5 de junio de 2011

Historias del Turkestán




                         HISTORIAS DEL TURKESTÁN



   Hubo una vez, en el Turkestán, un hombre llamado Tarik Alí. Tuvo este buen hombre doce hijos, todos los cuales llegaron a alcanzar gran fama y renombre en los cuatro confines del Turkestán. Hay quienes sostienen que incluso más allá, lo cual no le consta al autor de estas páginas; pero lo que sí le consta, y es su propósito narrar, es como los doce murieron en el mismo año, en extrañas y trágicas circunstancias; y las funestas consecuencias que de ello se derivaron.


He aquí los hechos:


   El primero, Abdallah el Piadoso, glorificaba al Dios y a Sus profetas. Un día decidió dejar de tomar alimentos impuros, y alimentarse sólo de rosas. Enfermó, y murió.
   El segundo, Zoltan el Valiente, brilló en mil batallas. Un día apeóse de su cabalgadura para cortar una rosa. El enemigo, que acechaba, sorprendióle y dióle muerte.
   El tercero, Ibrahim el Sabio, estudioso de los antiguos textos. Un día, mientras estudiaba un tratado de botánica, cayó muerto sobre la página que describía la rosa.
   El cuarto, Karim el Bello, rivalizaba en belleza con el Sol y la Luna. Un día encontróse un mágico espejo; preguntóle quien era la criatura más bella, y el espejo le mostró una rosa. Murió de pena.
   El quinto, Raisulí el Poeta, ensalzaba al Supremo y cantaba a la vida. Un día quiso describir una rosa, o tal vez escribir un poema que fuera como una rosa. No pudo hallar las palabras. Murió de frustración.
   El sexto, Ben-Omar el Sagaz, astuto y codicioso; comerciaba con rosas. Un día quiso cobrar más de lo justo a un poderoso jeque. Murió empalado.
   El séptimo, Salaam el Ingenuo, manso como un cordero, e igual de listo. Un día cambió todos sus camellos y sus ovejas por una rosa que le dijeron mágica. Su esposa lo envenenó.
   El octavo, Alí el Osado, no retrocedía ante nadie. Un día escaló la torre del palacio, donde en lo alto tenía sus aposentos la hija del Califa, llevando una rosa entre los dientes. La cimitarra del eunuco segó su vida no bien puso un pie en el alféizar de la ventana.
   El noveno, Zulfiqar el Módico, parco en dones, mas siempre de buen talante. Un día murió mientras dormía. Sus sábanas eran color de rosa.
   El décimo, Mustafá el Incauto, siempre desoía los consejos de sus mayores. Un día le dijeron que beber té de rosas en demasía podía causar la muerte, mas hizo caso omiso. Bebió, bebió, y murió.
   El undécimo, Hassan el Sucio, ofendía con su hedor y emulaba a las bestias. Un día se pinchó con una rosa en su pie derecho. La herida se infectó, y murió.
   El duodécimo, Abdul el Cretino, azote y desgracia de las buenas gentes. Un día murió asesinado como el perro que era. Junto a su cuerpo, se encontró una rosa.


   De todos estos infaustos sucesos, las buenas gentes del Turkestán dedujeron que las rosas eran malas, y promulgaron leyes, edictos, decretos y ordenanzas que penaban severamente – incluso con el destierro, o la muerte – la tenencia, el consumo y la venta de rosas.
Por supuesto, se equivocaban, como siempre les ocurre a los hombres cuando generalizan; y, más aún, cuando – en su infinita ignorancia – se atreven a juzgar.

lunes, 16 de mayo de 2011






   Me gusta la noche. Demasiado como para quedarme durmiendo. Hay quienes piensan que es un desperdicio quedarse durmiendo en una mañana soleada; pienso lo mismo respecto a las noches, sobre todo las noches de verano (o primavera). Ésta es una noche hermosa. Un escritor que solía gustarme bastante dice que la noche nos agrada (a quienes nos agrada, claro) porque suprime los detalles ociosos. Es verdad, de día todo es demasiado claro, demasiado explícito. Ciertas cosas de día se ven como en un tratado científico, detalladamente explicadas desde todos los ángulos. La noche, en cambio, oculta, disimula, sugiere… Como la poesía, siguiendo con la analogía literaria. Aunque no sólo eso; también – y más importante – la noche muestra otras cosas que sería imposible ver de día. Las estrellas siempre están, pero de día no se ven, ¿no? Y con la gente y las cosas pasa igual. De día se ve lo que hay que ver, lo que el Sol nos muestra. De noche, en cambio, se puede ver lo que uno quiere ver, o lo que no quiere, o lo que puede…
Cuando la humanidad estaba en su infancia tenía miedo de la noche; ahora, que estamos en la adolescencia, nos atrae. Queremos conquistarla, pero brujas, monstruos, duendes y demonios no se desvanecen con las luces de neón. Las cosas funcionan de otra forma de noche. Tal vez hayamos logrado domar nuestro inconsciente durante el día, pero, como dije, la noche es otra cosa. Las noches siguen perteneciendo a Morfeo, dios del sueño; y no porque nos quedemos despiertos vamos a engañar a nuestro inconsciente. Todo cambia; nuestra percepción cambia, y también cambian las cosas. Y también cambiamos nosotros, aunque ya dije que cambia nuestra percepción, y si uno fuera un idealista, podría decir que todo es percepción. Pero bueno, muchas escuelas filosóficas hay, y yo nunca fui idealista, o realista, o autista. Tampoco marxista, ni psicologista, ni adventista. Racista, sexista, revista. Fascista, espiritista, autopista. Modernista, oscurantista, paracaidista. Ni optimista, ni pesimista, ni estilista. No, señor, ningún “ista” en mi lista. Ni siquiera nihilista.
Siempre fui un inconsciente. O eso me dice la gente… Es que me quedan bien los adjetivos con i… inteligente… ilustrado… imbécil, idiota… Irreverente, intransigente… imaginativo, iluso… Inútil, impasible, insospechado… ¿Insulso quizás?, ¿irrisorio tal vez? Insólito. Incendiario, iconoclasta, imantado. Increíble, inverosímil, inusitado. Ingenioso, iluminado. Inestable, inexplicable… insaciable. Intrépido, irónico. Incandescente, ilógico, infantil. Insensato, impresentable. Inadaptado, insolvente, ilegal. Incauto, irresponsable, incapaz. Impaciente, inconformista… Impulsivo, incorregible… Impredecible, itinerante…
Impresionante, ¿verdad? O no, lo mismo da. Creo que estaba hablando de la noche. O que ya hablé. La noche… Una extraña melodía invade el aire, y salgo a la noche. A pasear despierto por los dominios de Morfeo… entre las amapolas…